Es hermano de otros once hijos que dio a luz su madre, una mujer de ascendencia italiana.
Desde pequeño le ayudaba a ella en un negocio familiar, un almacén en el que vendía ropa; pero después decidió independizarse. De eso ya hace más de seis décadas.
Con paso lento, un pequeño temblor en una de sus manos y con un tono de voz amable, Raúl se dispone a recapitular algunas de las experiencias que ha vivido durante el último medio siglo, 54 años para ser exactos: los mismos que cumplió el lunes de la semana pasada el negocio que edificó con un capital inicial que ascendía a cero colones, en el año de 1960.
Al entrar a su oficina, un espacio rectangular de unos cuatro metros de largo por tres de ancho, adornado con diplomas, títulos y trofeos, invita a sus interlocutores a tomar asiento en dos cómodas sillas de cuero frente a su escritorio. Antes de sentarse él, se excusa unos segundos para colocarse su saco, uno marca MoCi.
Sobre su escritorio de madera hay un tapiz improvisado de billetes de diferentes países y denominaciones, y tres fotografías medianas de Pink, Britney Spears y Beyoncé, aplacados billetes e imágenes por un vidrio grueso en el que resalta un letrero dorado en el que se lee “Raúl Molina Civallero, Abogado y Notario”.
Cuenta que haber obtenido ese título es “meritorio”, porque con dificultades logró entrar a la Universidad de El Salvador (UES). Cursó sus estudios al mismo tiempo que estaba trabajando y los pagó con las ganancias de ese trabajo.
“Empecé económicamente con cero de capital. Esto es importante que lo ponga, para que sepan los jóvenes. Lo único que me dio mi mamá fueron los primeros 125 colones para pagar el alquiler del local”, del cual recuerda era un lugar pequeño en el que solo cabían un mostrador y un estante.
Cuando nació el almacén Molina Civallero, “que en italiano se pronuncia “Chivalero”, Raúl aprovechó los contactos que había conocido cuando trabajaba con su madre. Se acercó a unos seis proveedores y les pidió crédito. Tenía en ese entonces 23 años y estaba soltero.
Todavía guarda la primera factura: “42 colones con 20 centavos; esa fue la venta del primer día”, dijo.
Desde que pagaba 125 colones en concepto de alquiler y pedía fiado, ha pasado más de medio siglo. Después de ese primer local se trasladó a otros dos y finalmente terminó en el Centro Histórico. Se casó, engendró cinco hijos y ahora tiene empleados a casi una treintena de salvadoreños, entre personal de costura y dependientes de ventas. Lo curioso del caso es que todavía alquila, solo que en la actualidad paga 2,400 dólares.
Según explicó, los dueños no han querido vender el terreno, que está situado 50 metros al costado norte del Palacio Nacional, en la Avenida Morazán. Lo que sí logró fue comprar el terreno aledaño, y así expandió la sala de ventas, la primera de cinco que Molina Civallero llegó a tener y de las cuales tuvo que cerrar tres luego de una tragedia.
Cuando corría el año 2000, no hacía mucho que Herbert, uno de sus dos hijos varones, había viajado a El Salvador desde Estados Unidos, donde estudió su carrera universitaria, al igual que sus tres hermanas y su hermano. Herbert tenía 33 años.
“Se graduó con honores. Le mandé una carta para preguntarle si se quería venir a trabajar aquí conmigo o si prefería quedarse en Estados Unidos. Me dijo que iba a venir a probar, pero solo 15 días estuvo… Me lo secuestraron”.
El asesinato de Herbert golpeó fuerte a la familia. A pesar de haber pagado el rescate, su hijo no volvió con vida; los sueños de Raúl se vieron mermados. “Eso me debilitó para seguir trabajando, porque teníamos planes con los dos varones: el que secuestraron iba a ser el administrador de todo, y el otro, que estudió Ingeniería Industrial, iba a hacer crecer la fábrica y la producción. Ese era el plan, pero sucedió esta tragedia: tuve que pagar recompensa y aún así me lo mataron”, dice con tristeza.
Con la ayuda de su esposa en una sucursal, cuyo local sí es propio, en Metrocentro, y con la sala de ventas en pleno centro capitalino, Raúl afirma que el negocio es próspero. Lejos de sucumbir a la crisis económica mundial, cada año incrementan sus ventas, aunque sea un poco.
La producción actual ronda la confección de unas seis docenas diarias de prendas de vestir. La mayoría de camisetas, pantalones de vestir y guayaberas llevan la marca Miller; aunque hay una línea deportiva que lleva la marca MoCi. La primera debe su nombre al gusto de Raúl por las canciones de Glen Miller, y la segunda son las iniciales de sus apellidos, que él pronuncia “Mochi”.
Cuando sus hijos le preguntan que cuándo va a dejar de trabajar, les contesta a manera de broma: “El otro año, en la mañana no voy a trabajar y en la tarde voy a descansar”.
Mientras eso sucede, viaja de vez en cuando a disfrutar de sus cinco nietos, que nacieron y viven en Norteamérica. Le gusta bailar un poco y comer de todo, aunque prefiere evitar las verduras salcochadas. También disfruta los boleros románticos, la música de Pedro Infante y algo de rock and roll, pero “el perreo, eso sí ya no”.
Atrás ha dejado sus oficios notariales, sus días en el Consejo Nacional de la Judicatura (CNJ) y los campeonatos de boliche (que explican los trofeos en su oficina). Todavía practica algunos de los trucos de magia que aprendió cuando era un joven. ¿Miedos? Solo le teme a las enfermedades y a la violencia que azota al país.
Por: Evelyn Machuca
negocios@eldiariodehoy.com
Foto: Marlon Hernández